UN NOBLE DUELO CON LAS PENUNBRAS


            Cuando alguien habla de lo que es “esencial”, siempre pienso también en el concepto de relatividad. ¡Cuánta razón tenía Einstein! La cuestión es que, a todos, a partir del trece de marzo, nos tocaba vivir una situación de alarma, bajo un contexto de relativismo. Así pues, incluso José Miguel debía atenerse a las instrucciones dadas por el gobierno. Mientras su entorno le decía que cada palo aguante su vela, él pensaba que nunca llovía a gusto de todos. Y es que él, era todo humanidad y profesionalidad. 

Su mujer, había dado a luz hacía tan sólo ocho meses y se dedicaba por completo al cuidado del bebé. Tenía otro hijo de siete años, edad natural para juegos y experimentos lúdicos sin tregua, y al que habría que ayudar con una inexplorada enseñanza telemática que les concienciaría sobre el trabajo de los maestros.
En breve, concretamente el veintiuno de marzo, cumpliría esa edad en la que todos esperan una gran celebración sorpresa junto a amigos y familiares: cuarenta años. Pese a todo, él mantenía intactas sus ganas por aportar ese granito de arena que los demás consideraban relativamente innecesario.
José Miguel, era electricista de formación y profesión. Llevaba muchos años trabajando para una pequeña empresa. No sabía qué ocurriría con su puesto de trabajo, ya que la angustiosa situación sanitaria devenía en una desgraciada situación económica. No obstante, y pese a sus calentamientos de cabeza, él seguía pensando que, de una manera u otra, ayudaría a sobrellevar esta situación.
—Una cosa es la salud y la alimentación, pero nosotros sobramos hombre. Ya me dirás tú qué hacemos nosotros trabajando con el riesgo que eso supone —le decían otros compañeros del gremio.
Él por su parte se dedicaba a escuchar y asentir, pero pensando ya en cómo desarrollar la idea contraria a los argumentos que estaba recibiendo. Y en estos pensamientos se le ocurrió ponerse en contacto con el colegio de su hijo, con sus vecinos y con los comercios de la zona que conocía. Había pensado que, con la tecnología actual, era relativamente sencillo estar en contacto y ayudarse unos a otros. En principio, no llegaba a ver para qué le iban a necesitar, pero sólo en principio. Fue un vecino el que no tardó ni un día en ponerse en contacto con él. Se le estaba haciendo cuesta arriba, como posiblemente a un alto porcentaje de progenitores, el apoyo en la enseñanza online de su hija, aún más cuando su único ordenador había dejado de funcionar. El susodicho ordenador viajó en el ascensor, en una caja junto con todos sus accesorios. En sólo dos plantas y 3 minutos, la caja ya estaba en manos de José Miguel, quién pasó inmediatamente a evaluar los daños ya que sabía que de ello dependía el progreso educativo de la niña. Experimentado como era, pronto detectó que el cable de la fuente de alimentación estaba cortado. Nada, empalme en cinco minutos y algo de cinta aislante, y viaje de nuevo en ascensor. Ante el asombro del electricista, el vecino le volvió a enviar la caja, pero esta vez contenía medio kilo de manzanas y tres alcachofas, junto con una nota que decía: “Mi hija ya estaba desesperada, así que te estoy muy agradecido. Mucho más agradecido que esas manzanas y alcachofas que te he mandado, pero aún no he podido salir a hacer la compra. Gracias.
No hubo palabras para expresar la satisfacción experimentada, pero lo que tampoco hubo fue tiempo. Mediante un mensaje en el móvil, la madre de un compañero de clase de su hijo, le decía que si le podía ayudar. Había ido a llevar la compra a sus padres ya mayores y el ascensor no funcionaba. Su padre, que por edad necesitaba de andador para poder desplazarse, había bajado a tirar la basura y ahora era incapaz de subir por las escaleras. Por suerte, sólo había sido una sobrecarga eléctrica, así que sólo tuvo que volver a activar el suministro. Ver al pobre hombre descansar por fin en su sillón por el agotamiento físico y psicológico de la situación, le reconfortó.
Al llegar a casa, se entremezcló la sensación de satisfacción que traía consigo, con la de impotencia y tristeza al escuchar las noticias que estaba viendo su mujer mientras daba de comer a sus hijos. Aquellas cifras que daba la televisión, parecían granos que alguien contara en un puñado de arena.
—¿Sabes que detrás de cada uno de esos números hay una familia destrozada y una persona sola, absolutamente sola? —dijo él con el corazón encogido.
—No me lo digas, que ya lo sé. Me tiembla hasta la cuchara cuando me la llevo a la boca. Llevo toda la mañana haciendo mascarillas para no sé quién, desde que escuché la radio desayunando —respondió su mujer con la voz temblorosa.
—No os preocupéis, entre todos saldremos de esta —aclaró al ver la cara de miedo de su hijo mayor.
Al día siguiente, a la hora de cerrar la carnicería de Juan, éste llamo a José Miguel muy angustiado. Acababa de recibir un gran pedido de carne y embutido. La gran demanda en estos días había hecho necesario llenar la cámara. No se sabe por qué, quizá por la recurrente Ley de Murphy, el motor de la cámara se había parado después de un sonoro traqueteo. Cambió la pieza por la de un motor viejo que guardaba en su trastero y pronto el rostro blanquecino de Juan se tornó algo rosado. José Miguel le guiño un ojo cómplice.
La situación actual, continúa entre triste, esperanzadora e incómoda, pero las ganas y la solidaridad de los héroes siguen intactas. Éste electricista es José Miguel y es nuestro héroe. Hace que nadie, sea cual sea su particularidad, se vea sumido en las penumbras, y que la oscuridad sea algo más llevadera cuando la ilumina con el brillo de sus actos. ¡Gracias, héroes!

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